“Se buscan mujeres para trabajar en Australia. Católicas, entre 22 y 30 años. Gran oportunidad de futuro”. Con este anuncio en los periódicos, miles de mujeres españolas recibieron hace sesenta años la oportunidad de su vida: trabajar en el extranjero, una ocasión perfecta para prosperar individualmente en una época en la que los derechos igualitarios eran cosa de unas pocas privilegiadas. Pero, como con todos los planes del franquismo, nada es lo que parecía ser. Bienvenidas a Australia.
Celia Santos imagina en su novela El país del atardecer dorado (Ediciones B) a una de estas mujeres que, si bien no existió, podría haber sido cualquiera de ellas. Elisa parte a Australia con un objetivo: encontrar al padre de su hijo, un sindicalista que se había marchado del país como parte de uno de los planes previos que hubo. El anuncio visto en el periódico le da la oportunidad de viajar al remoto país, y encontrar la verdad de un tejemaneje de influencias en el que no es oro todo lo que reluce.
“La gente que emigró siente todavía un poco de vergüenza por haber tenido que huir, ya sea porque pasaban hambre o porque lo hicieron para ganar dinero y poder mantener a sus familias. Pero, al contrario, todo ese sacrificio es motivo de orgullo“, explica Santos en una entrevista a El Independiente.
El contra-plan
Tras la Segunda Guerra Mundial, Australia necesitaba un cambio. “El país estaba muy despoblado: la tierra era muy rica y con muchas oportunidades para el cultivo y el ganado, pero faltaban construir casas, puentes, escuelas… de todo”, señala la autora. Así, el gobierno australiano se planteó aumentar su población con hombres para trabajar como mano de obra. Emigrantes bálticos, británicos, holandeses, nórdicos… Una Australia aria, blanca y, a ser posible, rubia.
Santos expone que, cuando los nórdicos dejaron de llegar, “Australia empezó a bajar, poco a poco, por el continente europeo, pero tampoco mucho. El trabajo de cortar caña de azúcar es uno de los más duros del mundo y, pese a haber cultivos de azúcar en Canarias, al gobierno australiano le parecía que los canarios eran muy morenitos. Preferían vascos, asturianos o algún gallego”. Y, así, España entró en la ecuación.
A falta de contactos internacionales, esto le vino a Franco como anillo al dedo: mientras ganaba conexiones con el exterior, embolsaba también una importante fuente de ingresos derivada de la disminución del desempleo y del aumento de remesas para España.
Pero, pasados unos años, surgió un problema aún mayor: por cada 11 hombres había una única mujer. De esta manera, el cardenal y director de la Oficina Federal Católica de Inmigración, George Michael Crenann, visitó en 1959 a su homólogo español para proponerle “el establecimiento en Australia de algunas jóvenes solteras españolas de cierta educación”, tal y como evidencia una carta del cónsul en Sídney. Australia necesitaba madres.
La oferta de trabajar como empleadas del hogar para familias australianas era un disfraz con el que ocultar la verdadera intención: casar a estas mujeres con los hombres que previamente habían llegado al país. Para Santos, esto es “algo bastante macabro y perverso. Cómo aprovechaban la soledad y la desertización de un país en donde las casas estaban muy aisladas (en algunos casos, el vecino más cercano estaba a 15 kilómetros). Lo único que tenían muchas localidades eran los domingos para, aprovechando la salida para ir a misa, quedar a comer junto a otros vecinos. Era ahí donde los curas y las monjas esperaban que se produjesen los encuentros”.
Australia buscaba hijos blancos, Franco estimular la economía con divisas y la Iglesia católica, el tercer agente, ganarle terreno al anglicanismo imperante en el país del atardecer dorado. La Operación Marta estaba lista para el despegue. Sólo faltaban las novias.
El avión de las novias
El 7 de marzo de 1960 salió el primero de estos aviones repleto de mujeres dispuestas a una nueva vida. “[Los aviones] salían de Londres con escala en Madrid, Roma y Atenas para recoger a las chicas. A veces paraban también en la antigua Yugoslavia y en Hungría. En total eran tres días de viaje. Tres días sin salir del avión”, puntualiza Santos. En tres años, fueron más de 700 las mujeres que volaron a una tierra fértil en oportunidades, tal y como puede verse en El avión de las novias, un documental que RTVE ha realizado este mismo año.
Mujeres solteras, en edad de procrear y muy, muy devotas. El catolicismo australiano buscaba iguales en una tierra donde el protestantismo era cada vez más fuerte. “En los años 50 y 60, tenían un poco esa carrera por ver quién se hacía con el poder de la religión del país. Al final, ganó el catolicismo en los años 70, porque abrieron las puertas a la gente latinoamericana”, aclara la autora.
Católicas, sí. Pero no beatas. Muchas emigraron por motivos económicos; otras, para conocer mundo y aprender idiomas, esos ínfimos rescoldos de independencia a los que podían aspirar durante el franquismo. También las había como Elisa, que querían desprenderse del estigma que conlleva ser madre soltera. Así, Santos explica cómo muchas de estas mujeres “vieron en el anuncio una especie de vacío legal, porque se detallaba que debían ser jóvenes, solteras y católicas, pero en ningún momento se decía que no podían tener hijos. Entonces, muchas madres solteras de aquella época aprovecharon para salir del país, porque una madre soltera en la España franquista era una paria”.
La manera de llamar la atención de estas mujeres era, entonces, a través de la prensa o, en el caso de las zonas más rurales, a través de las parroquias. Seguidamente, las Martas viajaban a un centro en Madrid donde pasaban por un reconocimiento médico y un cursillo en el que se las enseñaba lo básico del ingles, del estilo de vida australiano y de las tareas del hogar.
Era una encerrona. El vuelo de ida corría a cargo de las autoridades pero, si alguna quería volverse antes de lo establecido, el coste corría de su bolsillo. Y no era barato. “Cobraban lo equivalente a unas 5.000 pesetas al mes, y la mayoría lo mandaban a España para ayudar a sus familias. En el contrato de trabajo estaba estipulado que hasta pasados dos años no podían volver y, si querían hacerlo, tenían que pagarse el avión de vuelta, que eran 45.000 pesetas”, explica la autora. Tras dos años en Australia, muchas cayeron felizmente en la trampa y se quedaron para echar raíces en una tierra prometida.
Las ‘Martas’ que sí fueron
El Plan le debe su nombre a Marta de Betania, hermana de Lázaro y descrita en la Biblia como una mujer servicial, hacendosa y sumisa. Es la patrona de las cocineras, de las sirvientas, de las lavanderas… de las amas de casa. El nombre ya lo dice todo. El nombre ya describe a aquellas que buscaban. Y a aquellas que encontraron.
En agosto de 1960, el periódico femenino australiano The Australian Women’s Weekly, incluyó la historia de Valentina, una mujer canaria que trabajaba como criada para una familia del país: los Fink. En el reportaje, la señora Fink mencionaba que, al ver la noticia de que varias mujeres españolas habían aterrizado en Melbourne para buscar trabajo como amas de casa, se puso “inmediatamente en contacto con la Oficina de Inmigración”. La familia estaba encantada con Valentina, quien les limpiaba, planchaba y cuidaba de sus hijos por seis libras australianas (todavía no se había dado paso al dólar australiano actual) a la semana. La señora de la casa hablaba de Valentina como de una humilde salvaje que “al venir de un país tan pobre, se piensa que las cosas más simples (nuestra ropa, nuestra comida o nuestras casas) son las más lujosas”.
Hoy hemos homenajeado a las mujeres que emigraron a Australia en los años 60 a través del Plan Marta. Un acuerdo firmado entre los gobiernos de Australia y España, y estimulado por la iglesia, que a principios de la década de los 60 llevó a Australia a más de 700 mujeres. pic.twitter.com/sZKsIEJszh
— Gernika-Lumoko Udala (@AytGernika) March 10, 2023
No hay mayor arma que la soledad, la pena y el desarraigo. Estas mujeres llegaban solas a un país desconocido, totalmente distinto a su España natal y, sin saberlo, formaban parte de un tejemaneje de matrimonios que, sin llegar a ser de conveniencia, venían programados. Las hubo incluso que se casaron el mismo día que se conocieron, en el aeropuerto de Melbourne.
“El porcentaje de divorcios era tremendo, claro: Australia se convirtió en el país con mayor número de mujeres abandonadas“, expone Santos. “Mientras que los hombres ganaban muchísimo dinero, las mujeres ganaban cuatro veces menos y, bueno, digamos que eran hombres con mucho dinero en el bolsillo pero con muy poca cabeza”.
Pese a ser ficción, El país del atardecer dorado tiene mucho de esas mujeres que sí fueron. “En Elisa hay un poco de todas ellas. Me enteré de la operación al leer en un periódico una entrevista a una de estas Martas, que se había vuelto a España a pasar su jubilación. No ha sido fácil documentarme para la novela: muchas de estas mujeres han fallecido ya. Pero, a raíz de la publicación del libro, me han escrito hijos o hijas de alguna Marta. Eso es reconfortante. A partir de mi historia, han descubierto un poco más de la suya“, aclara la autora.
Jorge Molinero López
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